Autocrítica

* Escrito en las Pascuas de 2010.

Al despedirse de sus discípulos en la Ultima Cena,

Jesús dijo: “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a

los otros como yo los he amado. En esto reconocerán todos que son

mis discípulos: en que se aman unos a otros” (San Juan 13-34 y 35).

Llegaron las Pascuas y los cristianos estamos de parabienes: ¡Otro fin de semana largo para disfrutar del miniturismo! Los cristianos adinerados viajan a Miami, los de clase media nos conformamos con Mar del Plata y los más pobres (la inmensa mayoría) se quedan felices en sus casas mirando el fútbol gratis de la TV Pública. El Viernes Santo comemos empanadas de vigilia y el domingo obsequiamos huevos de Pascua a nuestros hijos, cuyo tamaño dependerá del tamaño de nuestra billetera. Quizás hacemos alguna visita de carácter social a la Iglesia del barrio y luego nos vamos a la cama contentos y satisfechos.

Pero siempre tiene que venir un aguafiestas para amargarnos el día. En este caso, Jesucristo. Mientras oraba en el Huerto de Getsemaní, antes de ser arrestado, Jesús les pidió a sus discípulos que permanecieran despiertos, y por tres veces los sorprendió dormidos. Después de ser apresado, un aterrado Pedro (la “piedra” sobre la cual se edificaría la Iglesia) negó por otras tres veces tener cualquier vinculación con su amado Maestro.

Pasaron 2.000 años y los que nos decimos cristianos seguimos dormidos, mientras que a Cristo lo hemos negado tres millones de veces. Declamamos hipócritamente formar parte de una pomposa “Civilización Occidental y Cristiana”, cuando en verdad habitamos un mundo de un materialismo brutal y despiadado, donde el hombre sólo vale en función de lo que tiene y lo que consume. Descalificamos como supersticiosos y paganos a los pueblos originarios que rendían culto al Sol y a la Madre Tierra, pero nosotros reverenciamos a una deidad mucho más oscura y siniestra: Mammon, el ídolo de la riqueza. Pero, ¿no leímos en San Mateo (6-24): “Ustedes no pueden servir al mismo tiempo a Dios y al dinero?”. ¿Acaso el Sermón de la Montaña no sentencia: “Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios?” (Lucas 6-20). ¿No expulsó Cristo a los mercaderes del templo?

En verdad, somos cómplices activos o involuntarios de una “Sociedad de Consumo”, cuyo principal combustible son los seres humanos. Miramos hipnotizados el reality de “Gran Hermano”, donde triunfa el personaje más cínico y malvado, mientras todos los demás son expulsados. Profesamos el culto idolátrico de ricos y famosos, a quienes admiramos y envidiamos por igual. Nos rendimos ante la fascinación del éxito, la pompa, la ostentación. Glorificamos a los “winners” y despreciamos a los “loosers”, aunque la humanidad está compuesta por 6.000 millones de perdedores y 600 millones de ganadores. Una buena porción de esa elite  de privilegiados visita asiduamente los templos, educa a sus hijos en colegios religiosos y se consideran buenos cristianos. Evidentemente, olvidaron aquel consejo que dio Jesús al joven rico: “Si quieres ser perfecto, vende todo lo que posees y reparte el dinero entre los pobres, para que tengas un tesoro en el Cielo. Después ven y sígueme”. Cuando el joven oyó esta respuesta, se marchó triste, porque era un gran terrateniente. Entonces Jesús dijo a sus discípulos: “En verdad les digo que el que es rico entrará muy difícilmente en el Reino de los Cielos” (Mateo 20- 21,23).

Pero más allá de la dialéctica de ricos y pobres, debemos entender que para los cristianos el Poder implica Servicio y no Dominación. Cuando el diablo tentó a Jesucristo en el desierto, le mostró todas las naciones del mundo y le propuso: “Te daré todo esto si te arrodillas y me adoras”. Jesús replicó: “Aléjate, Satanás, porque dice la Escritura: Adorarás al Señor tu Dios, y a El sólo servirás” (Mateo 4- 9,10). Por eso, los que ostentan el poder en el mundo inevitablemente han vendido su alma al diablo (un símbolo del egoísmo, la crueldad y la codicia que habita en todo corazón humano).

Esta profunda verdad está maravillosamente narrada en la saga de Tolkien “El Señor de los Anillos”. Allí se nos muestra que el Anillo del Poder no puede ser usado para hacer el Bien, porque inexorablemente hechiza la voluntad y ennegrece el corazón de su dueño. El anillo posee a quien intenta poseerlo. Y por eso la única alternativa saludable es destruirlo, devolverlo al fuego con el que fue forjado. Una hazaña extraordinaria, que sin embargo sólo podrá llevar a cabo un hobbit, el más pequeño y vulnerable de los mortales.

Por esa misma razón Jesucristo eligió a sus discípulos entre humildes pescadores y jornaleros, que si bien carecían de erudición tenían un corazón limpio y abierto, más apto para recibir sus enseñanzas que los orgullosos fariseos y doctores de la ley, a quienes tildaba de “hipócritas, raza de víboras, sepulcros blanqueados, que por fuera aparecen vistosos, mas por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda podredumbre”. Bien profetizó Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí” (Marcos 7-6).

Todas estas diatribas contra los ricos y poderosos que dominan el mundo, no deben hacernos creer que solamente Ellos son los Malos y Nosotros los Buenos. Esa ilusión maniquea ya inspiró al comunismo totalitario con los resultados desastrosos que todos conocemos. Una verdadera revolución no puede limitarse a cambiar de manos el poder político y económico, sino que debe alumbrar un Nuevo Hombre, una renovada identidad planetaria sustentada en la Conciencia Cósmica y la Hermandad Universal. Una identidad que resuma la sabiduría de Lao-Tsé y de la Grecia Clásica, la compasión del Buda, la fuerza de Moisés, el néctar espiritual del Bhagavad Guita, el amor de Cristo y la inteligencia del Islam. Sin dejar de lado los ideales de Libertad, Igualdad y Fraternidad que inspiran a las modernas democracias, pero que en ningún lugar del mundo se han convertido en realidad.

En esta titánica tarea los cristianos (católicos, protestantes y ortodoxos) tenemos un importante papel que cumplir. En primer lugar, debemos renunciar a la soberbia pretensión de evangelizar a “infieles, ateos y paganos”: ¡TENEMOS QUE EVANGELIZARNOS A NOSOTROS MISMOS! Nosotros somos los peores herejes porque fuimos infieles al legado de Cristo. Después de dos milenios de supuesto cristianismo, todavía “el hombre es el lobo del hombre”, como bien apuntaba Hobbes. Y hoy seguimos poniendo rejas y alarmas para protegernos de nuestro prójimo, al que percibimos como un enemigo, una amenaza, un rival a vencer en el marco de esta sociedad brutalmente competitiva donde impera la supervivencia del más fuerte. La ley de la selva.

En la Edad Media condenábamos a las brujas y a los herejes a la hoguera, pero desgraciadamente hoy las brujas y los herejes siguen habitando las intimidades de nuestra propia alma. De nuestro corazón “salen las malas intenciones, homicidios, adulterios, inmoralidad, robos, mentiras, injurias” (Mateo 15-19). Lamentablemente, nuestro peor enemigo (la Sombra, como diría Jung) descansa en el egoísmo de nuestros propósitos y la indiferencia de nuestros corazones. Como les dijo Cristo a sus discípulos: “¿Están ustedes tan cerrados que teniendo ojos no veis y teniendo oídos no oís?” (Marcos 8- 17 y 18).

Desde el Papa hasta los cristianos más humildes, deberíamos tener presente que: “El que de ustedes quiera ser grande, que se haga vuestro servidor. Y si alguno de ustedes quiere ser el primero, que se haga el esclavo de todos. Hagan como el Hijo del Hombre, que no vino a ser servido sino a servir y dar su vida como rescate por la humanidad” (Mateo 20- 26,28).

Corresponde aclarar que las repetidas alusiones referidas a la problemática política y económica, de ninguna manera significa que pretendamos reducir a Cristo al mero rol de reformador social, sino que por el contrario estamos convencidos que él simboliza la encarnación de Dios en el hombre, la confirmación de que -como dice el Antiguo Testamento “Dioses sois”. Pero para descubrir nuestra esencial filiación divina “nos es necesario nacer dos veces”, como le advierte Jesús a Nicodemo.

En este sentido, en la celebración de la Semana Santa quizá deberíamos poner menos énfasis en los sufrimientos del Vía Crucis para concentrar nuestra atención en la gloriosa resurrección. Porque los romanos crucificaron a miles de hombres, pero solamente uno de ellos inspiró el Cristianismo. Probablemente la mayoría de los creyentes no estemos demasiado convencidos de la resurrección de Jesucristo: recordemos que sólo María Magdalena lo reconoció de inmediato, mientras sus amados discípulos lo miraban con escepticismo. Pero Cristo no solamente resucitó sino que prometió: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin de los tiempos” (Mateo 28-20).

Hasta un profundo estudioso del alma humana, como el psiquiatra Carl Jung,  descubrió que el arquetipo del Cristo es el verdadero Centro de nuestra personalidad total, de la cual el Ego (nuestra historia personal) es apenas un fragmento. El lo denominó Sí-Mismo, en la India lo llaman el Atman, la chispa de luz divina que nos habita, eterna e inmortal. Este misterio es el que percibió San Pablo cuando confesó: “Yo ya no soy yo, sino que es Cristo quien vive en mí”.

POSTDATA: Desearía que todas las críticas expresadas sobre la poca fe y la mala conciencia de los cristianos, sean entendidas ante todo como un Mea Culpa, ya que carezco de toda autoridad moral para juzgar a mis hermanos. Sí creo firmemente en la imprescindible necesidad de una autocrítica radical, porque sólo “la verdad nos hará libres”. Y por eso mismo, antes que cometer la impudicia de tirar la primera piedra, prefiero aplicarme a mí mismo el consejo del Señor: “¡Hipócrita! Sácate primero la viga del ojo y entonces verás claro para sacar la paja del ojo de tu hermano” (Mateo 7-5).

Aclaro también que me siento hermano no sólo de quienes profesan la fe cristiana, sino también de los musulmanes, budistas, judíos, taoístas, hinduistas (etc., etc.), así como de los ateos y agnósticos de toda laya, que muchas veces son mejores personas que aquellos que se dicen creyentes.

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